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El cafe.
El cafe.
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Leo una nota que dice que los neoyorquinos toman casi siete veces más café que el resto de los estadounidenses.

No sé si son las prisas con las que caminan, el trabajo y vida en rascacielos, o la simple ansiedad de vivir en un lugar donde uno tiene que aprender a flotar en los ríos de gente que confluyen en la isla de Manhattan. Puede ser el reflejo de los miles de Starbucks y demás cafeterías en la ciudad, o puede ser exactamente al revés, sus necesidades cafetaleras que han “obligado” a la transnacional a hacer negocio cada tercera esquina.

Pueden ser las dos cosas.

No hubiera recordado esa nota, si no es porque paso relativamente seguido por la entrada de la Torre Mayor en Avenida Reforma. Nuestro más alto rascacielos, quiere estar en Manhattan y en Miami a la vez. Pero tiene más chiste en el DF.

Montada sobre un lago, tiene más méritos que en cualquier otro lugar del mundo. Es el búnker de la supervivencia postapocalíptica. El día que los temblores derriben la ciudad, la Torre Mayor seguirá erguida. Si uno extrapola lo que los ingenieros que saben, dicen, es el mejor lugar para sobrellevar una fuerte sacudida.

No se sentirá bien estar ahí arriba, pero no se cae. Sus amortiguadores basados en los requisitos del aterrizaje lunar (no es un abuso literario, es en serio), permitirían construir un Nuevo DF (o al menos una nuevas colonias Cuauhtémoc y Juárez), con los habitantes que sobrevivan en el búnker. Igualito a las películas japonesas o de zombies (este sí es un abuso literario). ¿Quiénes serían esos seres, qué sociedad construirían? Consultoras reproduciéndose con banqueros. Integrantes de un club social con tabacaleras. Programadoras con biotecnólogos. Remezclo con mis caricaturas japonesas: Nuevo Tokyo 2030 convertido en Nueva Cuauhtémoc 2030.

Volviendo al café. Los habitantes temporales de la Torre Mayor se anidan todas las mañanas en el Starbucks. Ahí han de ser siete veces más cafetaleros que en el resto del DF. Los empleados de la cafetería cada mañana tienen que implementar un operativo para el control de masas. Con radios y gritos van adelantando la compra de café para que la orden y el pago sea más rápido. No sé si haya otro Starbucks así, pero éste parece hacer justicia al valor del suelo que ocupa.

“La compra de café” es un decir. Ahí más bien lo que veo que ingieren las masas son altas dosis de azúcar con cafeína disfrazadas de café. Latte con triple shot, deslacotasado, sin espuma, más caliente, con jarabe de avellana. Capuccino doble especial navideño (halloween, día de gracias, pascua, etc); o el infame e inexistente “orange mocha frapuccino” que ilustra el menú de lo que hoy pasa por “café”. Ligeros, ligeros, no serán esos seres postapocalípticos. Tal vez temblorosos.

La Torre Mayor nos deja ilusionarnos con una horizonte neoyorkino en el que los rascacielos dan su silueta a la ciudad. Pero al mismo tiempo tiene una entrada digna de las fantasías de los años ochenta con lo que todavía llaman un “motor lobby” (un lobby para coches). En las ciudades con alta densidad, los coches sobran, estorban y nadie quiere pagar lo que cuesta darles espacio. Aquí queremos los dos mundos, un edificio que vale por su capacidad para hospedar gente verticalmente, pero que le dedica la banqueta a una estancia para que los coches pueden sentirse cómodos en lo que esperan. Como si tomarán el sol, quedan rodeados de lindas palmeras playeras. La resistencia a esta contradicción existe. La constituyen quienes llegan en bicicleta a su oficina. Las y los que discretamente se quitan los tenis y se ponen los zapatos que traen escondidos. Estos serán los cazadores de zombies. Ya verán.

Caminando con un pie sobre lo que no dejan ser banqueta, el motor lobby, y con el otro cruzando las plaquitas incrustadas en el piso que dicen “límite de propiedad” siento que soy un timorato invasor de terrenos. Frente a mi, un señor con una mochila que indica que es plomero, se frena, se quita el suéter que lo acalora, y mira lo mismo que siempre me sorprende: las bocinas que dan al motor lobby y en las que suenan oboes, clarinetes, chelos, y violines. Música con la que, supongo, apaciguan la ansiedad de la aparente o real sacudida.

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