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“La enfermedad, la locura y la muerte fueron los ángeles oscuros al pie de mi cuna.” Leí estas palabras por primera vez un lluvioso día de abril pasado al visitar la muestra Edvard Munch: Graphic Works from the Gundersen Collection, montada en la hermosa sede de la Scottish National Gallery of Modern Art en Edimburgo, y las recordé al recorrer la pequeña pero sustanciosa exposición Edvard Munch.

Simbolismo gráfico, alojada actualmente en el Palacio de Bellas Artes, donde me topé con varias imágenes que desde aquella mañana escocesa se grabaron en mi memoria: “La niña enferma”, Madonna, “Atracción I” y “Vampiro II”, entre otras. Escritas en el diario que nutrió durante buena parte de su vida en un intento por exorcizar los demonios que -paradojas de la creación- serían sus musas principales, las palabras de Munch (1863-1944) hallan eco en el célebre verso rilkeano que abre la segunda de las 10 Elegías de Duino, “Todo ángel es terrible”, y dibujan con escalofriante nitidez una infancia sobrevolada por el espectro de la madre muerta de tuberculosis y surcada por los violentos arrebatos religiosos del padre viudo, que solía entretener a sus cinco hijos con historias de fantasmas y cuentos de Edgar Allan Poe. Para Munch, como para Franz Kafka, el padre resultó ser una figura temible y problemática que marcó a fuego la etapa de aprendizaje y cuyo deceso -sobre todo en el caso del pintor y grabador noruego- aceitó los engranajes de la angustia y la culpa.

El doctor Christian Munch falleció en diciembre de 1889, unos meses después de que Edvard llegara a París para exhibir su cuadro “Mañana” en el marco de la Exposición Universal inaugurada en mayo. En los pabellones de la exposición, Munch tuvo dos revelaciones disímiles: una momia inca localizada en postura fetal dentro de un jarrón en Perú y la obra de Paul Gauguin. “La momia se transformó” -o deformó- en el álter ego de Munch que protagoniza “El grito”, emblema del angst universal cuya versión pictórica fechada en 1895 se vendió en mayo de 2012 en casi ciento veinte millones de dólares. Gauguin, por su lado, causó un impacto que un amigo berlinés de Munch tradujo de la siguiente manera: ” no necesita viajar hasta Tahití para ver y sentir lo primitivo de la naturaleza humana. Lleva consigo su propio Tahití.”

En ese gélido Tahití interior, sin embargo, no hay cabida para el sol polinesio que imantó a Gauguin al grado de hacerlo renunciar a lo que se consideraba la civilización. No hay mujeres vueltas brotes de luz morena sino “implacables ídolos de la fertilidad” -dice Robert Hughes- en los que Munch vierte todos sus miedos y recelos vinculados al orbe femenino. Hay muchachas convertidas en apariciones hambrientas o expuestas a una amenaza que está a punto de materializarse, criaturas entregadas a la inquietud errante por un Oslo sobre el que se cierne un cielo sanguinolento, parejas que se unen para demostrar que la compañía puede ser tan sólo un pretexto para la soledad. Hay la evocación insistente de Sophie, la hermana favorita que sucumbió a la tuberculosis a los quince años, y de los dos amores que agrietaron a Munch: Emilie Thaulow, cristalización de la infidelidad, y Tulla Larsen, símbolo de la obsesión. Hay la mujer de labios apretados que bajo el sol ártico de La voz adelanta el grito de zozobra que continúa resonando en cada rincón de nuestro espíritu.