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Durante algún tiempo pensé que las novedades urbanas que rodean la casa de usted habían venido a menos; supuse en no sé qué sueño absurdo que la Condesa no daba para más de lo que ya daba: valets, restoranes, bares, chelerías, viene-vienes, problemas de estacionamiento, basura inmoderada, apagones más o menos frecuentes, construcciones de edificios donde antes hubo casas viejas de los años cuarenta, encharcamientos y, al mismo tiempo, falta de agua en las cisternas.

Decía Wilde que nada se parece tanto a la ingenuidad como el atrevimiento. Me atreví a pensar que la Condesa entraría en un periodo de rara estabilidad. Falso. Pagué a un precio alto mi ingenuidad cuando el olor a fritangas en aceites reconcentrados llegó al balcón de la casa, llamo balcón a una pequeña saliente abocinada de herrajes californianos, entonces supe que esto no parará nunca, lo único que no se detiene jamás es el caos.

No se ven nada mal los tacos, los sopes y los huaraches del nuevo puesto callejero. Una sola pieza bañada en esos aceites puede disparar el colesterol a niveles explosivos. Vi los tacos como ojivas de triglicéridos y los huaraches como portaviones nucleares. Los atienden dos mujeres limpias y su clientela cautiva vive en el camellón. Adivinaron: Timoteo y los suyos. La pareja de Timoteo murió hace pocos días de una inesperada complicación vascular. La noticia cimbró a los valets, los meseros, los patrulleros que reciben dinero de Timo, a los encargados del estacionamiento de la Secretaria de Economía y a mí. Saludé a Timo, le di el pésame y él me contó la macabra historia de su mujer al borde del abismo, pero esa es otra historia que referiré en otra ocasión. Por cierto: ¿escribí Timo?

No deja de ser una curiosidad que el nuevo puesto de fritangas haya encontrado un lugar en la banqueta de la Secretaría de Economía y enfrente del restorán Primos, uno de los lugares más solicitados de la zona. Puedo apostar que ambos han abierto sus puertas mediante múltiples ilegalidades y ambos son un éxito rotundo. Si usted toma una fotografía de estos dos expendios de alimentos tendrá en una sola imagen el retrato del alma de la ciudad de México: componendas, botín de funcionarios venales, ruido, corrupciones, en fin, el caos sin fin.

Dejé atrás la comida callejera. En la misma acera de la Secretaría de Economía venden plantas y macetas. A mí me importa un cacahuete, me compro ese ficus, pensé. No lo compré porque casi tropecé, en el camellón de Francisco Márquez esquina con Mazatlán, con un pepenador realizando con empeño su trabajo. ¿No me creen? Un pepenador con ocho, 10 bolsas grandes de basura. Las despanzurra con habilidad de cirujano y elige de sus interiores objetos pegajosos, papeles purulentos, escurrimientos pestilentes. Les anticipo que no huele nada bien.

El pepenador viste como visten los clásicos de la basura: andrajos, jirones mal olientes, zapatos rotos por donde salen dedos, o algo parecido a dedos. Se dejó crecer la barba, no precisamente recortada, y el pelo le llega a los hombros. Los beatniks se lo hubieran llevado a su casa. Usa unos guantes tejidos, imagino que son necesarísimos para no herirse las manos. Lo observé 10 minutos y no pude despegar los ojos de sus labores de albañal, como si mirara el fuego. De alguna forma miraba en efecto alguna de las llamas de la ciudad.

Imaginé que E. M. Cioran habría celebrado la escena: un ventarrón levanta algunos de los papeles pegajosos que el pepenador estudia y separa del resto del basural. El polvo se esparce por la calle, pasa sobre el puesto de tacos callejeros y llega, no miento, a los platos de los comensales que pasan por el paladar los manjares de la cocina del Primos.

Alguien más profundo habría desprendido de esta estampa una lección de inequidad social. Yo sólo vi comida espolvoreada de mierda. Retomó el camino y un ciclista casi me arrolla. Viene en sentido contrario y no parece importarle. Antes al contrario, juraría que se siente con derecho a circular en sentido contrario.

Cuando las cosas no le salían bien, se sentía cansado y triste, mi padre decía que andaba por la calle de la amargura. No he tenido que caminar más de tres cuadras para llevarme un retrato no sólo de la Condesa sino de la última fibra urbana. Me pregunto sin afán retórico: ¿qué se necesita para mejorar estas calles? De momento no sé, ando por la calle de la amargura.