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KANSAS CITY, EU., marzo 31 (EL UNIVERSAL).- En una ciudad con 46 mil mexicanos, era poco probable que un estadio para 80 mil fuera a llenarse.

Y no se llenó. El Arrowhead decidió no abrir en su totalidad el aforo. La parte más alta del inmueble quedó vacía. Y es que no había más mexicanos para comprar entradas.

Todavía antes de que el juego entre México y Paraguay iniciara, las taquillas permanecían abiertas, a la espera de que algún paisano, de esos despistados, de último minuto llegara a acabar con las entradas faltantes.

Lo que no pasó.

El estadio queda en una zona aislada de la ciudad. A sus alrededores no hay viviendas, no hay centros comerciales, sólo un hotel, que no se da abasto con los mexicanos que llegan a alquilar una habitación por una noche, y el negocio hace su “agosto” en pleno marzo, subiendo los precios hasta en 200%… Sólo por una noche.

Pero eso no importa. Ahí es el campamento mexicano. Ahí llegan las familias en sus “trocas” a tomar una habitación, nadar un poco en la alberca, bañarse, e irse a pie al estadio, que está a un lado del Kauffman, donde juegan los Reales de Kansas City en las Ligas Mayores. No está muy lejos, 500 metros de distancia a lo más, pero en ese trayecto, el cemento se pinta de verde, pues las hordas de mexicanos lo invaden por completo.

Se llega al estadio, que aún no abre. Las filas son largas y la espera aún más. Los estadounidenses son estrictos con eso de la hora. Dicen que las puertas se abren a las 17:00 horas y ni un minuto más ni un minuto menos. Mientras llega el momento, se harán las barbacoas, los tacos de carnitas, los sopes, las gorditas, los tamales, los tacos de suadero, los sudados, las gringas y claro… se dan tiempo para disfrutar de una cerveza helada.

Hay quienes se dejan llevar por la alegría y van con botella en mano gritando sus porras. La policía interviene y amenaza con la detención… La euforia que provoca el alcohol, se quita enseguida.

Las puertas se abren y la gente corre en busca de un lugar con el deseo de ser los primeros en aspirar un poco de futbol, aunque el juego no haya comenzado aún.

La afición se acomoda y busca hacer ambiente, no con quien entrar en discusión. Pocos son los paraguayos que se dejan ver por el estadio. Cuando suena su himno, no hay coro que los respalde, en cambio, cuando suena el de México, la música no hace falta, todas las gargantas son una sola voz.

Comienza el juego. Los paraguayos, ahora entrenados por Ramón Ángel Díaz, se encargan de ser buen blanco para los gritos de la afición, que van desde el famoso “Pu…”, pasando por el ya clásico “Cu….”, y finalizando por el siempre esperado “ratero”, en honor al árbitro.

Y es que a veces no hace falta que un estadio se llene, que un estadio sea colmado por mexicanos, que un juego sea digno del recuerdo. A veces sólo hace falta que haya esa pasión por la añoranza para volver un instante en todo un océano de recuerdos por la patria tan lejana que se acerca con el pretexto de un partido de futbol.