A 18 años de haberme venido a vivir a este país junto con mi madre y hermano menor, una historia de tantas sobre inmigrantes se cierne al recordar aquellos momentos y situaciones que me trajeron a Norteamérica. Aun cuando mi plan era el de terminar una carrera de Arquitectura en México, las circunstancias y el llamado a la aventura me trajeron a conocer un país que, al mismo tiempo que me daba la bienvenida, forjaba un gran muro en su frontera con mi tierra…
A mi regreso a los Estados Unidos, además de ingresar a una escuela nocturna en la cual mejoraría mi inglés tan limitado, conseguí mi primer trabajo. Una amiga de mi hermana me informó de una posición abierta en una bodega de vitaminas en la cual comencé acomodando cajas; aunque al poco tiempo ejé de hacer aquello pues aprendí a manejar montacargas, aunque a los cuatro meses me correrían precisamente por accidentalmente dañar la tubería de la bodega preciesamente con un montacargas. Recuerdo que contrario a lo que podría pensarse, me sentía liberado al dejar ese trabajo. Afuera hacía un bello día y yo caminaba contento a mi casa.
No era que me alegraba quedarme sin chamba, sino que había momentos en los que fuera de ganar dinero, no hallaba un motivo importante para hacer un trabajo así. Había ocasiones en las que, no habiendo nada que hacer, mis compañeros y yo tomábamos las escobas y recorríamos los pasillos -los cuales estaban ya limpios- mientras esperábamos a que saliera otra cosa qué hacer.
Un momento que recuerdo mucho es cuando, después de mucho barrer, hice lo que muchos de mis compañeros. Me recosté entre unas cajas que formaban una pequeña cámara entre los anaqueles y puse un cartón sobre ellas a manera de techumbre.
Allí adentro, me la pasé recordando cosas que, no hacía mucho tiempo atrás, había hecho con mis amigos de la prepa o con los de la universidad. Gracias a mi profusa imaginación, las bromas regresaban a mi mente de manera tan lúcida que yo volvía a reírme nuevamente. Pensando en retrospectiva, tal vez si alguien me hubiese observado riéndome solo, seguramente hubiera pensado que yo estaba mal de la cabeza.
Sin embargo, además de mi imaginación, mi excusa era también la gran nostalgia que sentía, la cual no me abandonó un solo día ese primer año.
Mi segundo trabajo lo encontré en una fábrica de pantalones de mezclilla, en el departamento de ‘Sandblasting’. Allí, nos encargábamos de manejar máquinas que parecerían cámaras tele trasportadoras sacadas de alguna película de ciencia ficción. Allí mi tarea era la de acomodar un pantalon a la vez en esas grandes máquinas, las que posteriormente les disparaban un chorro de arena corrosiva a cada una de las prendas para simular uso y edad, además de suavizar su tela. Como había mucho polvo en el aire y el ruido era constante, teníamos que usar sudaderas con gorra, gafas protectoras, mascarilla con filtros y protectores para los oídos. Era bastante surreal verme a mí y a mis compañeros de ese entonces trabajando. Todos lucíamos como astronautas o extraterrestres venidos a menos.
Tiempo después, por dicha ocupación, desarrollaría un crujido en las rodillas que aun en la actualidad puedo escuchar cada vez que me inclino. Además, me enteraría de que la arena que usábamos para suavizar la tela producía cáncer pulmonar y eso me hizo renunciar. Ganando el sueldo mínimo, que entonces era $4.25/hora, pensé que no valía la pena tomar ese gran riesgo.
Desgraciadamente, mis ex compañeros no tenían intensiones de dejar el empleo, pues la falta de permisos de trabajo no les dejaba muchas opciones.
Agradecí por mi familia -cuán difícil hubiera sido si hubiese llegado solo a este país-. Probablemente me habría vuelto loco. También por poseer ‘la mica’, como le llaman al documento de residencia. Parecía mentira que un simple documento pudiera cambiar en una persona tanto las ideas de seguridad, libertad, certidumbre; y hasta la percepción misma de la vida y las decisiones que se tomaban.
Esos mis ‘camaradas’ -como nos llamábamos-, vivían día a día, con el constante temor de ser deportados; de no poder proveer para sus familias de las cuales vivían alejados; y de no encontrar otro trabajo. Posiblemente para conseguir aquel empleo, por malo que pudiera parecer, tuvieron que buscar, esperar, y hasta desesperar buscando. La cuestión de la salud entonces pasaba a segundo término para la gran mayoría de ellos. Sinceramente espero que todos ellos hayan conseguido algo mucho mejor.
Mi nueva búsqueda de trabajo duró mes y medio. El último trabajo que hice ese primer año fue realmente un alivio, ya que no solo podía vestir normalmente, sino que también era más seguro y con un poco más de paga. Fue en una tienda de segunda mano.
Allí vi ‘de primera mano’ cómo literalmente “la basura de unos se convertía en el tesoro de otros”. Aunque claro, las donaciones hechas a la tienda distaban mucho de ser basura. La idea del “re-uso” me parecía genial.
En Goodwill Store conocí a muchachos de mi edad con los cuales pude identificarme más fácilmente -en los trabajos anteriores, los empleados regularmente me doblaban la edad.
Recuerdo que en cierto momento nos llegamos a juntar un afroamericano, un peruano, un anglosajón y un paisano del D.F. Allí, además de trabajar, nos divertíamos con las ocurrencias de cada uno.
Y como el tiempo vuela, habían pasado ya un año y casi dos meses. Dispuesto a realizar mi plan de regresar a México, mis últimos días en Los Angeles pasaron entre despedidas y visitas a los nuevos amigos que había hecho. Volver a la universidad en México (UNAM) era algo que ansiaba. Me alegraba de regresar finalmente a mi país, con mi gente; sin embargo, sin mi familia. Pero aunque aun no lo sabía, ese tiempo me haría reflexionar y tomar decisiones impensables hasta ese entonces…
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